En: Internacional
21 Abr 2010Uno a uno, a sangre fría, 22.000 militares polacos como Wolinski fueron ejecutados de un tiro en la nuca en 1940 y arrojados a fosas comunes en territorio de lo que entonces era la Unión Soviética. Fueron víctimas de la policía secreta de Stalin, el temido y siniestro NKVD. La conocida como matanza de Katyn -el bosque próximo a la ciudad de Smolensk en el que fueron hallados los primeros cadáveres- supuso el exterminio, en menos de un año, de la élite polaca. Durante medio siglo, el crimen fue censurado por el régimen comunista, que siempre acusó a la Gestapo de esa terrible carnicería.
CRISTINA GALINDO 18/04/2010
Con el viejo libro abierto por la mitad, Anna Maria Wolinska busca en una lista el nombre de su padre. «Waclav Wolinski, deportado en 1939». Capitán de artillería ligera del Ejército polaco, tenía 38 años cuando se marchó a la guerra en agosto de ese año. Su hija estaba a punto de cumplir cinco: «Yo era entonces muy pequeña, pero recuerdo perfectamente el día en que mi padre se fue. Los bolcheviques le hicieron prisionero a las pocas semanas». Nunca volvió.
La Unión Soviética detuvo a 230.000 polacos. De ellos, 22.000 fueron encerrados y liquidados en bosques uno por uno
El Gobierno polaco en el exilio preguntó a Stalin dónde estaban sus presos. «Escaparon», se limitó a responde
Uno a uno, a sangre fría, 22.000 militares polacos como Wolinski fueron ejecutados de un tiro en la nuca en 1940 y arrojados a fosas comunes en territorio de lo que entonces era la Unión Soviética. Fueron víctimas de la policía secreta de Stalin, el temido y siniestro NKVD. La conocida como matanza de Katyn -el bosque próximo a la ciudad de Smolensk en el que fueron hallados los primeros cadáveres- supuso el exterminio, en menos de un año, de la élite polaca. Durante medio siglo, el crimen fue censurado por el régimen comunista, que siempre acusó a la Gestapo de esa terrible carnicería.
El 23 de agosto de 1939 amaneció como un día negro para el destino de Polonia. La Alemania nazi y la Unión Soviética firmaron un pacto de no agresión por el que se repartían el país centroeuropeo. Adolf Hitler invadió la parte occidental de Polonia el 1 de septiembre; las tropas polacas se replegaron hacia el este, por donde entraron las fuerzas de Josef Stalin 17 días más tarde. Aplastados por las máquinas de guerra alemana y soviética, el pánico se adueñó de Polonia. Fue arrestado «cualquiera que llevara un uniforme, desde el oficial de carrera hasta el profesor movilizado desde la reserva para ayudar al Gobierno polaco a defenderse de los enemigos», explica Richard Zelichowaski, historiador de la Academia de las Ciencias Polaca. «Eran policías, generales, coroneles, capitanes, profesores, miembros de los servicios secretos, médicos, jueces, abogados, funcionarios, empresarios… Eran la élite militar y administrativa del país», explica.
En los años 1920 y 1930, el Ejército polaco estaba falto de gente formada, y cuando estalló la guerra, miles de profesionales e intelectuales fueron llamados a filas como oficiales. Cerca de 230.000 militares polacos fueron hechos prisioneros por los soviéticos. Se les interrogó y clasificó para identificar a los que podían representar un peligro mayor para las autoridades invasoras. De ellos, un total de 22.000, oficiales en su mayoría, fueron internados en tres campos especiales para prisioneros en territorio soviético: Kozielsk, Starobielsk y Ostaszkow.
Lo peor no eran las condiciones inhumanas en las que vivían: lo peor fue la incertidumbre. Pasaron semanas, y en muchos casos meses, alojados en los campos sin que nadie les dijera qué quería de ellos. Algunas versiones sostienen que les interrogaron y torturaron, otras creen que simplemente les mantuvieron a la espera de órdenes que no terminaban de llegar.
El padre de Anna Wolinska era soldado profesional. Su guarnición tenía la sede en Wolyn (en la actualidad, territorio ucranio). Tras ser detenido, acabó en el campo de Starobielsk. «Mi padre mandaba cartas a mi madre desde allí», recuerda Wolinska, que ahora tiene 75 años y vive en Varsovia. «Decía que estaban bien, pero que no sabían qué iba a pasar; nadie les decía nada». La última carta llegó el 8 de marzo de 1940. Justamente en ese mes fatídico, el Politburó de Moscú había tomado su decisión. El máximo órgano ejecutivo del Partido Comunista dictó la orden de matar a los oficiales polacos, pasando por encima de todos los convenios internacionales relacionados con el trato a los prisioneros de guerra. El exterminio fue organizado por la policía secreta de Stalin. «Un gran número de oficiales del Ejército, empleados de la policía polaca, de los servicios de espionaje, miembros de los partidos nacionalistas y contrarrevolucionarios de Polonia, todos ellos declarados enemigos de la autoridad soviética, están siendo retenidos en varios campos», afirmaba aquella orden, firmada por Laurenti Beria, mano derecha de Stalin. «Todos están esperando a ser liberados para empezar a actuar contra la autoridad soviética», añadía para justificar las ejecuciones.
En conducciones de varias decenas cada vez, los presos fueron trasladados en camiones a bosques cercanos. Los prisioneros de Kozielsk fueron llevados a Katyn; los del campo de Starobielsk, a Járkow; los del campo de Ostaszkow, a Kalinin (Tver, en la actualidad). Uno a uno, fueron colocados frente a su propia tumba, y a veces con la cabeza tapada, a veces al descubierto, maniatados, recibieron un tiro en la cabeza. Así durante semanas, meses…
El tiro en la nuca era un método habitual de la NKVD (entidad precursora del KGB), pero Krystyna Brydowska, de 73 años, tiene otra teoría sobre cómo murió su padre, también oficial del Ejército polaco detenido por la Unión Soviética. «Radio Europa Libre aseguró que los prisioneros del campo de mi padre, el de Ostazskow, habían sido trasladados hasta el mar Blanco
[en la costa noroeste de Rusia], donde fueron ahogados por la policía secreta estalinista», cuenta. El historiador Piotr Gontarezyk está convencido de que no fue así: «Era lo que muchas familias querían creer, porque siempre tenían la esperanza de que al ser llevados a otros lugares existía la posibilidad de que hubieran escapado. Pero sinceramente no creo que la NKVD se hubiera molestado en llevar a los prisioneros a otro sitio para ejecutarlos a miles de kilómetros de distancia. No encaja con el sistema de exterminio organizado por el aparato del Estado soviético».
Las primeras huellas de aquella matanza fueron destapadas en 1943. Y lo hizo Radio Berlín, en aquella época en manos de los nazis. Unos obreros polacos que trabajaban en las líneas ferroviarias en el este del país, entonces ocupado por la Alemania nazi, descubrieron los primeros cadáveres. Había decenas de fosas, llenas de esqueletos apilados unos sobre otros, en el bosque de Katyn, a pocos kilómetros de la ciudad rusa de Smolensk. Unidades del Ejército alemán desenterraron allí 4.500 cuerpos. Medio siglo después se hallaron más cementerios de este tipo, pero el nombre de Katyn ya se había convertido en el símbolo de todos ellos.
«El hallazgo fue para Alemania un instrumento propagandístico de primer orden», cuenta Gontarezyk. Hitler y Stalin, que empezaron la guerra como amigos, eran ahora enemigos. Stalin cambió de opinión y se unió a los aliados que combatían contra Hitler. Para el Berlín hitleriano, la oportunidad era de oro para mostrar al mundo los crímenes soviéticos y, de paso, sembrar la discordia entre los aliados, incluido el Gobierno polaco en el exilio. Los medios del Tercer Reich publicaron fotografías, cartillas de vacunación y detalles sobre los objetos personales hallados en las fosas. Algunos polacos se enteraron de esta forma del fallecimiento de algunos de sus familiares.
Stalin contraatacó de inmediato culpando a la Gestapo de los crímenes descubiertos. Su estrategia no sirvió para explicar dónde estaban los soldados polacos hechos prisioneros por Moscú que, pese a haber sido oficialmente amnistiados tras la paz firmada por Moscú con los aliados (en junio de 1941), no volvían a sus casas. El jefe del Gobierno polaco en el exilio, general Wladyslaw Sikorski, preguntó a Stalin dónde se encontraban todos esos militares de su país que no regresaban. «Escaparon», se limitó a responder el dictador soviético. «¿Adónde podrían haber escapado?», insistió otro general polaco. «A Manchuria», sugirió.
Pese a que a ninguno de los aliados le convenía entonces que se sospechara que uno de los suyos había cometido tales crímenes, Polonia se mostró reacia a aceptar como buenas estas explicaciones. Meses después, las relaciones de Sikorski con Stalin se rompieron. En julio de 1943, el general polaco murió en un accidente aéreo nada más despegar de Gibraltar el avión Liberator en el que viajaba con 16 personas más.
Tras el fin de la guerra, en 1945, se consumó la ocultación de los crímenes de Katyn. La censura del régimen comunista impedía pronunciar ese nombre en público. Y quienes hablaban de ello en privado podían acabar en las listas de la policía política polaca, la SB, y en algunos casos ir a parar a la cárcel. Anna Wolinska ya vivía en Varsovia. Ella y su madre huyeron del este del país, por temor a acabar en un campo de trabajo en Siberia, y se las arreglaron para pasar inadvertidas. «Mi madre quería huir a toda costa, quería evitar a los bolcheviques», cuenta. Tenía sus razones: muchos de los familiares de los oficiales asesinados acabaron recluidos en campos de diversos territorios de la URSS en Rusia, Ucrania y Bielorrusia, junto con millones de ciudadanos soviéticos, donde la mayoría perecía de frío, hambre o enfermedades.
«Para pasar sin problemas, mi madre tuvo que quemar todos los objetos personales que tenía de mi padre, incluidas las cartas», cuenta Wolinska. Tras instalarse en Varsovia, «enseguida empezamos a buscarle. Escribimos a la Cruz Roja, al Gobierno polaco en el exilio… y no hubo noticias. Y seguimos buscando durante la etapa comunista. Una de mis tías huyó a Occidente. Tener a un familiar en Occidente, ser católica practicante e hija de un oficial que presuntamente estaba en una cárcel rusa no ayudó. Mi madre iba de un trabajo a otro. No me admitieron en la Universidad de Varsovia y tuve que estudiar en Lublín», explica.
Anna Wolinska logró licenciarse en Filología Polaca, pero nunca logró saber qué pasó con su padre. «La palabra Katyn atemorizaba a la gente. Yo no sabía si mi padre estaba vivo o muerto… y ya se sabe que la esperanza es lo último que se pierde». Esa esperanza se vio truncada en 1990, cuando el entonces presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, entregó a su colega polaco, Wojciech Jaruzelski, la lista de los fusilados y otros documentos, y se abrió una causa criminal. Las investigaciones iniciadas entonces se cerraron en 2004, durante la presidencia de Vladímir Putin, en virtud de una disposición secreta de la fiscalía militar.
«Aquella matanza supuso una enorme pérdida para Polonia», afirma el profesor Zelichowski. «Buena parte de la élite, la gente más formada, los más preparados, murieron, y este episodio siempre ha marcado las relaciones con Rusia», añade. A pesar de que, tras la caída del bloque comunista, se han encontrado más fosas, todavía se desconoce dónde están enterrados los cuerpos de 7.000 de aquellas víctimas. «Moscú reconoce que la matanza se produjo, pero jamás ha admitido que fuera un crimen de guerra y un genocidio, que nunca prescribe. Nunca ha rehabilitado a las víctimas y se niega a abrir los archivos. Para Rusia es muy difícil abordar este tema porque supone hacer frente a su pasado y a los millones de víctimas que perecieron durante el estalinismo». De los 183 tomos de la investigación rusa sobre Katyn, 116 son secreto de Estado.
«Katyn es un símbolo tan poderoso, en parte, porque no se pudo poner en duda la versión oficial de la historia. Nunca se aclaró. En clase estaba prohibido explicar la tragedia, aunque algunos maestros lo hacían de forma clandestina», recuerda el sociólogo Krzysztof Pankowski, del centro CBOS en Varsovia. «Desde el punto de vista social, supuso la decapitación de la crema y nata de la sociedad. La élite que quedaba fue prácticamente eliminada en el levantamiento de Varsovia contra el Ejército alemán en 1944; a partir de entonces, la sociedad se sometió al régimen comunista», afirma. Hasta la llegada del movimiento Solidaridad, liderado por Lech Walesa en los ochenta, los ciudadanos no volvieron a rebelarse.
Setenta años después ha vuelto a ocurrir una tragedia en Katyn. El presidente de Polonia, Lech Kaczynski, y decenas de altos cargos políticos y militares han muerto justo cuando viajaban a Smolensk, a pocos kilómetros de Katyn, para recordar los crímenes de 1940. Pero la gestión de este siniestro por parte de las actuales autoridades rusas ha impresionado a Varsovia. El primer ministro en persona, Vladímir Putin, ha supervisado la investigación y la repatriación de los cuerpos. Rusia declaró un día de luto oficial, algo muy poco habitual, dos días después de la tragedia. Incluso, la televisión estatal rusa emitió el domingo 11 de abril por la noche, en horario de máxima audiencia, la película Katyn, del director polaco Andrzej Wajda, que narra aquel exterminio. «Jamás imaginé que eso pudiera suceder», declaró a EL PAÍS el cineasta, cuyo padre también perdió la vida en Katyn. «Emocionalmente al menos, Rusia está dando algunos pasos para una nueva relación», afirma el profesor Zelichowski.
Si la tragedia de Katyn de 1940 fue el comienzo de un túnel negro en las relaciones de Polonia y Rusia, quizá la tragedia de 2010, aunque incomparable con la primera, suponga el inicio de una etapa de esperanza.
Pedro Pablo Álvarez Ramos es ex-preso de conciencia de la Primavera Negra de 2003, secretario general del Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos (CUTC) y miembro del grupo gestor "Proyecto Varela".