Pensando en oportunidades

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11 Nov 2010

Para llevar a cabo el imprescindible ajuste social, recuperar la economía y sus propios espacios de acumulación, la élite política confía en dos recursos: el control político/policiaco y los emigrados y sus remesas.



Pensando en oportunidades


Para llevar a cabo el imprescindible ajuste social, recuperar la economía y sus propios espacios de acumulación, la élite política confía en dos recursos: el control político/policiaco y los emigrados y sus remesas.

Haroldo Dilla Alfonso

Santo Domingo Noviembre de 2010

Si algo se han cansado de repetir los grandes teóricos militares —desde el mítico Sun Tzu hasta el tangible Clausewitz— es que el poder de cada contendiente es un valor relativo que depende más de las flaquezas del opuesto que de las fuerzas propias en una coyuntura específica. Es, en resumen, una conjunción de racionalidad, motivaciones y azar.

La élite política cubana lo sabe. Se lo enseñó por cinco décadas Fidel Castro, un hombre que siempre adaptó las estrategias a las tácticas, buscando en cada coyuntura la brecha que le permitiría ser más fuerte. Una cualidad de alto cinismo político que atrajo a muchos admiradores encantados, unos celebrando el pragmatismo que nunca tuvo y otros queriendo ver en el Comandante a su propia oposición. Pero que le permitió sobrevivir políticamente por medio siglo, incluso algunos lustros después que se terminaron los subsidios soviéticos y la economía nacional entró en un proceso de descomposición de la que aún no se ha repuesto.

Este poder relativo se ha puesto en juego en la maniobra política más reciente del Gobierno cubano: la excarcelación de decenas de presos políticos cubanos con la mediación de la Iglesia católica.

Dejando a un lado ahora la probable motivación humana de esta acción por parte de la jerarquía católica, es innegable que la Iglesia ha ganado con ella. Ha ganado visibilidad, aplausos, espacio público y le ha hecho un favor a la élite política. Y como se sabe, en política siempre los almuerzos se pagan. Pero las mayores ganancias de los prelados serán de largo plazo, y en eso de los plazos largos la Iglesia tiene una experiencia de dos milenios. Pues al final en ese largo plazo la Iglesia seguirá viva, pero todos los que leemos esto estaremos muertos.

Los ganadores inmediatos de la acción son los propios dirigentes cubanos. De un golpe se han quitado presión internacional en un contexto en que el escenario mundial no puede ser fácilmente obviado. Y se ha hecho sin tener que digerir el reingreso de los excarcelados al movimiento de oposición. Y de paso debilitando a la oposición interna, y dentro de ella a la piedra en el zapato que más le molestaba: las Damas de Blanco, un movimiento que basó su fuerza en su debilidad y articuló su discurso mediante su silencio. Justo el tipo de cosas con el que los huéspedes del Palacio de la Revolución no saben lidiar.

Un desenlace de esta naturaleza sólo ha sido posible por la debilidad de los actores diferentes y eventualmente opuestos al Gobierno cubano. Seguramente que en otro contexto la Iglesia católica hubiera tenido una mayor capacidad para condicionar su mediación. La oposición hubiera podido mover otras fichas políticas más allá de lo que pudieron hacer algunas figuras aisladas como es el muy significativo caso de Fariñas. El exilio/emigración hubiera sido menos inefectivo de lo que habitualmente es (es decir somos). Y la misma población hubiera al menos conocido de la maniobra más allá de lo que el Granma dijo, y hubiera podido evaluar su desenlace.

Pero no fue así porque el Gobierno cubano pudo actuar casi impunemente frente a actores muy débiles, fragmentados y atomizados. Esa ha sido justamente la clave de la suerte política de la élite cubana: más que de su propia fuerza, ha gozado de las flaquezas de los contendientes. Y ha convertido a la fragmentación de “los otros” en su carta de triunfo, sean estos “otros” ubicados en la política o en el mercado.

Creo, sin embargo, que pudiera estarse produciendo un cambio sustancial en la sociedad cubana que la clase política ha percibido: la erosión del pacto social postrevolucionario que para la sociedad cubana implicó la cesión de su autonomía social a cambio de la seguridad social que brindaba un estado de vocación totalitaria. De ahí el visible nerviosismo de la clase política ante el ajuste inminente que constituirá un verdadero matadero social, sobre todo cuando sigan avanzando los despidos, se complete la liquidación de los subsidios a los alimentos y se reduzcan los programas sociales en salud y educación.

Policías y remesas

Para hacer esto, que es imprescindible para intentar recuperar la economía y sus propios espacios de acumulación, la élite política confía en dos recursos.

El primero es el control político/policiaco. Su lado más visible es el despliegue de decenas de bedeles ideológicos —cuyo adelantado fue el sicalíptico Lázaro Barredo con aquello del pichón con el pico abierto— que intentan explicar que todo se hace en nombre del socialismo y que nadie quedará desamparado. Todo lo cual es difícil de creer en el presente escenario, pero que intenta conservar la disciplina de la franja minoritaria (pero aguerrida) de apoyo político. Pero por primera vez en la historia postrevolucionaria aquí se prevé el recurso a la represión masiva, cuyas aristas ya asomaron con el último ejercicio Bastión. Un ejercicio, dijeron sus dirigentes, dirigido a reprimir insurgencia interna “motivada por la injerencia imperialista”, y que curiosamente concluyó justo en aquellos aciagos días en que Zapata comenzó su mortal huelga de hambre.

El otro recurso somos nosotros, es decir, los emigrados y sus remesas. Las remesas, que algunos autores sitúan en torno a los mil millones anuales, han sido en los últimos años un pivote clave del consumo popular cubano. Sin ellas la situación del país hubiera sido catastrófica. En la nueva situación creada, las remesas son aún más importantes, y con toda seguridad el Gobierno cubano, o al menos sus sectores tecnocráticos más realistas, han calculado que la única manera de salir airosos es repitiendo la experiencia de los camaradas de Beijing con los chinos de ultramar.

En la agenda del Gobierno cubano no hay una voluntad de cambios políticos, excepto en aquellas áreas en que una mayor apertura política es necesaria para que la reforma económica funcione. Eso explica, por ejemplo, la existencia de un mayor espacio para el debate sobre la economía (como sucedió en 1990-95) y los flirteos con la Iglesia católica. También en el campo migratorio pudiera producirse una magra apertura, y al respecto es visible la movilización de los grupos emigrados progubernamentales que han estado portando una agenda menor de cambios. Y estos grupos casi nunca se mueven en dirección alguna si no reciben las señas positivas de los respectivos consulados.

Y es que este es un campo en el que el Gobierno cubano puede producir cambios —que gozarán de las simpatías de la mayoría de los emigrado— tales como las rebajas de las carísimas tarifas de los servicios consulares, el desmontaje de la ominosa expropiación del 20% a cada dólar y la concesión de más días de estancia en sus visitas. Y al mismo tiempo no cambiar en lo esencial el sistema discriminatorio y represivo que caracteriza sus relaciones con la comunidad emigrada y con los cubanos residentes en la Isla en torno al mismo tema.

Esto plantea un dilema político interesante.

Creo que hay un campo muy extenso en el que la diáspora puede colaborar sinceramente con la sociedad insular en esta coyuntura, aportando dinero, contactos y experiencias invaluables. Ello permitiría reducir el sufrimiento de los perdedores en este duro ajuste e incrementaría los espacios de autonomía social. Pero al mismo tiempo debemos preguntarnos si es lícito hacerlo simplemente aportando remesas o si, en cambio, ayudaríamos más a la sociedad cubana si somos capaces de plantearnos una agenda progresiva en busca de la recuperación del derecho elemental a viajar y a regresar.

Yo creo sinceramente que no existe una agenda más genuina e imbatible para la diáspora que la demanda de su derecho a regresar a la Isla y gozar de una plena restitución de los derechos ciudadanos que nos fueron arrebatados cuando emigramos, aún cuando lo hayamos hecho en contra de nuestra voluntad. Y como corolario incidir en el derecho de los cubanos a viajar libremente, hacia el extranjero y dentro del territorio nacional. No se trata de buscar el reemplazo del Gobierno cubano por otro que nos guste más. Ni siquiera de exigir un cambio del sistema político unipartidista. Cualquiera puede hacerlo desde agendas políticas diferentes y eso es legítimo. Pero de lo que hablo ahora es de exigir la terminación de un orden de exclusión absolutamente reñido con los principios más elementales de la dignidad humana, el derecho y la gobernabilidad.

Es sencillamente exigir al gobierno cubano lo que le he oído decir varias veces a mi amigo Siro del Castillo: que cumpla con los acuerdos internacionales que él mismo ha suscrito.

Se trata de aprovechar lo que sería una posible oportunidad política para cambiar las reglas de juego en torno a un tema de alta sensibilidad y cuyas repercusiones sistémicas serían altísimas.

Lo contrario es más de lo mismo: seguir enviando dinero a las familias, visitar la Isla una vez al año, y ponernos muy contentos cuando los aduaneros nos dejan pasar algunos regalos que harán la vida menos difícil a nuestros compatriotas.

¿Podremos aprovechar esta oportunidad?

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Acerca de este Blog

Pedro Pablo Álvarez Ramos es ex-preso de conciencia de la Primavera Negra de 2003, secretario general del Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos (CUTC) y miembro del grupo gestor "Proyecto Varela".

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