Miguel de Marcos y la República Cómica

En: Culturales

30 May 2010

Con su estilo inconfundible, Miguel De Marcos fue acaso quien mejor captó ese costado cómico de la época republicana. En el elogio que pronunció Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro en su entrada en la Academia de Artes y Letras el 30 de junio de 1938, De Marcos es celebrado como «la más alta y depurada manifestación del humorismo en las letras cubanas de hoy». Una cita de Jorge Mañach le sirve a Sánchez de Bustamante para destacar la importancia del periodismo político del autor de Apuntes en el Senado. «Miguel de Marcos trajo a la prosa periodística una esplendidez de matices, una insurgencia de epítetos, un afán de pintoricidad y de carácter que inmediatamente lo destacaron de la vulgaridad y le dieron, frente a las buenas excepciones, una beligerancia juvenil y gallarda. A su paso todo el periodismo político cambió de faz.



Miguel de Marcos y la República Cómica

Sábado 29 de Mayo de 2010

Duanel Díaz

Tomado de: Diario de Cuba

Foto: Miguel de Marcos, dcha con la actriz dominicana Maria Montez y el periodista Jorge Marti al centro

Foto: Miguel de Marcos, dcha con la actriz dominicana Maria Montez y el periodista Jorge Marti al centro

«Únicamente estas cosas ocurren en Cuba, en esta selva, en este circo», dice en una novela de Miguel de Marcos uno de los personajes, Goyeneche, la víspera del duelo con su mejor amigo, Héctor Abril. Escriben para periódicos rivales, que apoyan uno al gobierno de Menocal y el otro a la oposición, y es por ello que se van a batir. Hay un aire como de tragedia, pero luego todo se resuelve en cómica escaramuza gracias a la intervención del juez de campo. En otra novela del mismo autor, un discurso de despedida a un muerto, interrumpido por un torrencial aguacero, da pie a un pasaje de humor negro que recuerda escenas del mejor Titón. ¿No es justo así, entre el elogio y la trompetilla, que se nos aparece ese conjunto de instituciones y costumbres que fue la República? A la solemnidad de los discursos en el senado, los homenajes martianos, las recepciones en las academias, correspondía la Política Cómica, esa rica veta de choteo que llega hasta la serie de El reyezuelo tropical en la Bohemia antibatistiana.

Con su estilo inconfundible, Miguel De Marcos fue acaso quien mejor captó ese costado cómico de la época republicana. En el elogio que pronunció Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro en su entrada en la Academia de Artes y Letras el 30 de junio de 1938, De Marcos es celebrado como «la más alta y depurada manifestación del humorismo en las letras cubanas de hoy». Una cita de Jorge Mañach le sirve a Sánchez de Bustamante para destacar la importancia del periodismo político del autor de Apuntes en el Senado. «Miguel de Marcos trajo a la prosa periodística una esplendidez de matices, una insurgencia de epítetos, un afán de pintoricidad y de carácter que inmediatamente lo destacaron de la vulgaridad y le dieron, frente a las buenas excepciones, una beligerancia juvenil y gallarda. A su paso todo el periodismo político cambió de faz. Las hornadas sucesivas de gente de pluma adoptaron presto la manera rutilante de aquel «petit-maitre» en quien parecían unidas la energía panfletaria de un Fourier y la malicia descriptiva de un Francisco de Quevedo, pasando todo ello por el tamiz de Francia». Esto fue escrito en 1925. Cinco años antes De Marcos había abandonado su profesión de abogado para dedicarse por entero al periodismo.

Su carrera literaria había comenzado en 1914, año en que publicó Lujuria. Cuentos nefandos. Pero nadie podría adivinar en el autor de los «cuentos pantuflares» al joven autor de aquel libro que lleva epígrafes de Baudelaire y Jean Lorrain. Claramente en la órbita del decadentismo y del naturalismo, los relatos se regodeaban en placeres secretos y cerebrales, dirigidos, como los Poemetos de Alma Rubens de Poveda, a una cofradía de espíritus selectos. El contraste entre esa obra de juventud y las de los cuarenta es absoluto. Es el tránsito de Cosmópolis al costumbrismo, del esteticismo al humorismo. Lo «pantuflar», ese tono menor, como de andar por casa, es el signo de la obra madura, que abre con los relatos de Fábula de la vida apacible. Luego vendrán, en 1947, Papaíto Mayarí, y un año después, Fotuto, verdaderos best-sellers de la época. Lejos de la violencia que tiñe la narrativa de Novás Calvo y de Montenegro, De Marcos captó en ese par de novelas un lado más amable de la vida cubana, al que subyacía, empero, una persistente frustración histórica, cierto malestar que parecía intensificarse en cada nueva decepción.

Papaíto Mayarí, cuyo protagonista es un próspero abogado terrateniente, recorre desde los años de Menocal hasta los de Grau. Hay en la novela una cierta nostalgia por los primeros tiempos de la República, que acaso permita leerla junto a En la calzada de Jesús del Monte, que también constituye, como buena parte de Orígenes, una respuesta a la frustración de los gobiernos «auténticos», y al vacío dejado por el fracaso de la Revolución del 30, en un sentido más general. A fines de la década del 40 costaba trabajo pronunciar «la República, la República» con la fe con que lo había hecho el padre del poeta; las palabras se habían vaciado de tanto abuso, los ideales habíanse degradado en el negocio de la política. En el pasaje más conocido de Papaíto Mayarí, cuando un personaje proclama que «la cubanidad es amor», otro le replica: «la cubanidad es el timo del siglo». A lo largo de la novela, el ingenio de Miguel de Marcos se explaya en la identificación de la cubanidad y la mierda. «Los apóstoles infraresiduales de la cubanidad» —dice un personaje—, «focalizan». Cuba, afirma otro, «es un país de tipo excrementicio». Cerca de la ideología liberal de un Ortiz o un Mañach, quienes creían que aun peor que la inmoralidad de la clase política era su proverbial incultura, De Marcos escribe: «Cuba es un lamentable infrapaís gobernado siempre por infraenanos, que comen con los dedos y creen que Maetternich es un concejal de Yaguaramas o un vendedor de pescado de la plaza del vapor».

Con Fotuto el foco de atención se desplaza hacia las clases populares, rico hontanar de una picardía que ha vitalizado una línea medular de la literatura hispánica. La novelística latinoamericana, como señalara Carpentier, comienza con la última de las novelas picarescas de la tradición española: El Periquillo Sarniento. Agotada en España, la picaresca revivía del otro lado del Atlántico: América, tierra de promisión, es también la tierra de los «vivos». Cuando en 1888 Ramón Meza publicó Mi tío el empleado, a los críticos no se les escapó su parecido con la picaresca. Aquel empleadillo español que, recién embarcado de España, fuera objeto el día de Reyes de una cruel burla por parte de los pillos habaneros, se convertiría él mismo en un gran pillo. En este sentido, esta novela, como se ha señalado, es precursora de toda una zona de la novelística republicana.

En un artículo sobre la obra de Miguel de Carrión, la poetisa Emilia Bernal escribía: «Y en el presente, cuando salgan esos libros de Cuba, qué vergüenza para los cubanos, ser juzgados a través de ellos, fantoches en el teatro universal, de una república cómica y una sociedad impura». Una república que, haciendo poco caso del consejo de Martí, no eliminó la Política Cómica, sino que hizo de esta sport y negocio —»como los toros en España», dice un personaje de Lobería–, donde la picardía prolifera hasta convertirse en casi una institución. Rigoleto, uno de los personajes más logrados de Miguel de Carrión, es un Quasimodo pícaro y cínico, figura de folletín que adorna con su fealdad una novela naturalista. La deformidad que otorga profundidad a su carácter, le niega en cambio tipicidad; el retrato del cubano típico será esbozado, también en la cazuela naturalista, por otro escritor de la misma generación, pero bastante inferior a Carrión: Carlos Loveira.

Aun cuando estuviera bien escrita, Juan Criollo es una novela demasiado deliberada para ser buena. Loveira quiere escribir un relato que sea también un ensayo de psicología social, hacer de su protagonista la encarnación de una cubanidad tropical e imprevisora, propensa al choteo y al juego, obsesionada con el erotismo. Desde niño, Juan Cabrera conoce la pobreza y la degradación; luego, recogido en casa del hombre rico que ha forzado a su madre a convertirse en su amante, descubre la suciedad escondida tras la moral burguesa de la familia Ruiz y Fontanills. Cabrera se hace Criollo cuando, después de resistirse a la corrupción, entra en la «política de bajo vuelo», gracias a la cual algunos antiguos libertadores se convirtieron en «souteneurs de la patria».

En Fotuto, publicado dos décadas después, Miguel de Marcos se libera completamente del molde naturalista en donde Loveira ha vertido a Juan Criollo. No se regodea, como este, en la degradación y la miseria. Ofrece un cuadro menos sórdido, donde no se trata ya de pintar la vida y observar la sociedad de modo científico —Zola llamaba a escribir «novelas experimentales»— sino de estilo humorístico cuyo desmesurado barroquismo sólo tiene parangón en las estampas costumbristas de Emilio Secades, y, en otro nivel más highbrow, en la prosa de Lezama. Es significativo que tanto en Fotuto como Papaíto Mayarí contengan pasajes donde se parodia el estilo naturalista, como aquellos donde las descripciones de medicinas y enfermedades tan características del naturalismo no muestran más que su «sobrante risible», para usar esta frase de Lezama; el sobrante risible, al cabo, de una época que había producido los más persistentes mitos sobre el carácter del cubano. Al mismo tiempo, la acerba crítica social y el llamamiento a la reforma, que en Loveira lleva tintes nietzscheanos y socialistas, da paso a una crítica más irónica, muy al estilo de Anatole France.

Estrictamente contemporánea del Derecho de nacer, Fotuto es también una novela folletinesca, pero donde Félix B. Caignet insiste en la fábula moralizante, De Marcos se decanta por la crítica política, a partir de la identificación de las peripecias del protagonista y las del pueblo cubano: primero la boda con la pobre muchacha tísica, que muere patéticamente, luego la segunda esposa que se vuelve loca, la triste historia de la muerte de la madre, y, por último, la pérdida de la hija, siendo un bebé, durante el ciclón del 26, que Fotuto interpreta como un símbolo del naufragio de los ideales nacionales: «Yolandita era todo para mí. Era mi hija, pero me parecía que era Cuba, nuestra patria, viejo, nuestra pobre Cuba, nuestra tierra alegre e infortunada. Y ya tú ves: cuando la llevaba en mis brazos, la mañana del ciclón, vinieron una ola y una racha. Me la arrancaron y se la engulló un tragante». No por gusto la novela termina, en 1934, con una escena en que los barcos norteamericanos se divisan desde el malecón, en señal de la nueva frustración de la revolución. «Es un destino de los cubanos. Seguimos conspirando, seguimos en rebelión. Es que siempre hay un gobierno malo en el poder».

Pero la crítica es suavizada por una fina ironía, que rebaja el tono de la invectiva; el choteo es parte de una economía que incluye, en el otro extremo, los discursos en el senado y los llamados a la revolución. En la narrativa pantuflar, la República se mira a sí misma con acritud pero también con cierta condescendencia; la frustración de los ideales revolucionarios empieza a asimilarse a estas alturas como una fatalidad a la que habría que acostumbrarse, una dolencia crónica ciertamente molesta, pero con la que, incluso, puede uno bromear. El viejo aristócrata empobrecido, Jacinto Luna, afirma: «Creo que Cuba, entre otras cosas, está urgida de una revolución, de una verdadera revolución, que lo transforme todo, que sea en dimensión de cataclismo, arranque las raíces podridas del coloniaje y empiece por suprimir, en la comida de cantina, el plátano manzano, como postre inconmovible». En los umbrales del fatídico 10 de marzo, las novelas de De Marcos son, en cierto modo, el final de un ciclo histórico y narrativo, el que va de la crisis de los 30 —donde termina Fotuto— a la de los 50, donde finaliza Papaíto Mayarí.

Otros estilos, definitivamente más elevados que el pantuflar, se requerirían luego para hacer la crónica de una epopeya dramática y maximalista, mientras la Política Cómica, el plátano manzano y hasta la propia comida de cantina eran barridos por un huracán más fuerte que el legendario ciclón del 26.

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Acerca de este Blog

Pedro Pablo Álvarez Ramos es ex-preso de conciencia de la Primavera Negra de 2003, secretario general del Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos (CUTC) y miembro del grupo gestor "Proyecto Varela".

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