En: Opinión
5 Nov 2010Cinco décadas de “nosotros”, de adoctrinarnos en el comportamiento del albergue o del pelotón y sin embargo esta mañana –en el parque– un joven afirmaba: “Es que yo quiero tener mi pedacito”. Lo dijo como quien confiesa el pecado de codiciar algo lejano, de satisfacer un deseo maldito por el que podría recibir el escarnio público. Mientras hablaba de sus “ambiciones”, gesticulaba con las manos atrayendo hacia su cuerpo ensoñaciones invisibles que también nombraba: “un techo”, “un salario decente”, “permiso para viajar”.
Estampas sociales de Cuba
¿Quién Dijo que Todo está Perdido?
Noviembre 5 de 2010
Ernesto Morales Licea, Pequeño Hermano
Quien lo mira pasar, con su metro ochenta y ocho de estatura, y su complexión de pívot de basket, jamás adivinaría cuál es en verdad su profesión y desvelo. A menos que lleve encima, claro está, la inmensa bata blanca que le acredita como salvador de vidas.
Su nombre: Fernando Mederos. Desde hace mucho, es el hematólogo estrella que, en mi ciudad, ha consagrado sus días al tratamiento de niños con cáncer en la sangre. Un doctor de voz radial, de maneras especiales y de una energía positiva que se percibe con claridad estremecedora.
A pesar de ello, la notoriedad de Mederos tiene una arista más sensacionalista, y más dolorosa: es el cubano infectado con el VIH más longevo del país, sin tratamiento médico. Contrajo la infección en 1978, en Guinea Bissau, mientras cumplía una misión internacionalista.
Resumir su vida en unos pocos párrafos es una empresa que me supera. Sin embargo, decir que este hombre fue de los primeros diagnosticados en Cuba, y de los que sufrieron la discriminación de la ignorancia, la reclusión en “sidatorios” donde, según palabras suyas, les llevaban más que a sanar, a morir; decir que fue inhabilitado por mucho tiempo para ejercer la profesión que estudió, y que ama frenéticamente, quizás daría luces sobre su estirpe y su historia.
Nadie que le mire pasar por las angostas calles de mi ciudad imagina el tamaño de las afrentas, el dolor infinito que padeció este hombre admirable. Mucho menos, quienes le deben la vida de un niño, o quienes comprueban la dulzura conque cada día se empecina en robarle víctimas a la muerte.
Dos.
Entre las historias de lágrimas y desesperanza vividas cuando aquel huracán Dennis asoló mi región, conocí de forma directa una que conservo en mi reducto de razones para tener, como Martí, fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud:
La única casa de mampostería de un pobrísimo barrio llamado Revacadero, en la localidad de Media Luna, acogió entre sus paredes a cinco familias que perdieron en una sola madrugada sus techos y todas sus pertenencias.
Sin embargo, una familia, pasados los vientos tremendos, permanecía a la intemperie sin atreverse a acercarse a la casa que fungía, momentáneamente, como refugio de vecinos. La razón de la distancia era religiosa y social.
Se trataba -la familia desvalida- de cinco Testigos de Jehová, que jamás habían hecho buenas migas con los dueños de aquella vivienda privilegiada: católicos consagrados. Según supe después, el antagonismo se había heredado generacionalmente con un empecinamiento odioso.
Pero ningún fenómeno natural destruye los sentimientos y la humanidad en los hombres de bien.
El pater familias de los católicos, un carpintero de nombre estruendoso: Ormán Villalón, no se separó de los cinco protestantes, y de sus tablas raídas, hasta convencerles casi por la fuerza de que también para ellos había cobija en su hogar. Recuerdo el recelo en los ojos de quienes pisaban, por vez primera, el que hasta entonces fuera el sancta sanctorum de sus enemigos.
Hace muy poco tuve noticias de aquellas dos familias a quienes sus dioses enfrentaron alguna vez: desde hace 5 años son poco menos que hermanos. Coexisten en el mismo poblado minúsculo, con la fe dividida, pero con el mutuo agradecimiento de las heridas zanjadas para siempre.
Tres.
Pasó, con velocidad inusitada, de héroe social a villano. Como ocurren las cosas en tierra de fanáticos.
Pasó de ser el más admirado y honorable maestro de la enseñanza primaria en mi ciudad, con un currículum incomparable y una vocación de evangelio vivo, a ser la encarnación de lo perverso para los presuntos defensores de la verdad.
Su nombre: Enrique Martínez Fajardo, masón grado 33, hombre idolatrado por interminables generaciones de bayameses educados bajo su égida, que jamás comprendieron cómo al “señor Martínez” podían haberlo vaporizado con tanto rencor.
¿Cuál fue su pecado?, pues la acusación anónima de que en su logia se reunían desafectos del sistema a discrepar de la política nacional. Se le acusó de fundar partidos políticos fantasmas, y de instruir a los disidentes locales. Todavía hoy, cuando lo cuenta, Martínez Fajardo sostiene una sonrisa agridulce.
Los actos de repudio más tristemente célebres de esta ciudad, se los obsequiaron a él. Los más multitudinarios, los más encarnizados. El extremo del paroxismo fue abismal: llevaron entre las turbas a sus ex alumnos: niños de once años de edad, que no comprendían por qué, pero sabían que ahora debían gritar y ofender al amado señor Martínez.
Esto lo recuerdo demasiado bien. Aunque por fortuna divina no estuve entre los elegidos para aquellos actos tremendos, yo estudiaba, pequeñísimo aún, en su misma escuela. La escuela que, por cierto, cambió su himno porque el histórico, el que siempre cantábamos con orgullo, lo había escrito también el señor Martínez.
Hoy no consigue pasar inadvertido en ningún lugar. Con sus décadas a cuestas conversa en cada esquina con un amigo, o un amigo de sus amigos: Martínez Fajardo fue el maestro de toda una ciudad, y eso no se borra con estigmas ni actos de repudio.
Como tampoco le borraron la risa divertida con que cuenta sus anécdotas con los niños, o la sonrisa admirable con que se burla de las calumnias de que fuera víctima. Yo, que jamás le dejo pasar por mi lado sin detenerlo, no he conseguido advertir una partícula de odio entre sus memorias maltratadas.
Final
Alejo Carpentier escribió el párrafo más memorable de la novelística cubana. Un párrafo que jamás he conseguido leer sin sentir un profundo estremecimiento en la piel:
“Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre siempre ansía una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo”.
Carpentier fue demoledor.
Mientras más lo pienso, y mientras más recuerdo las historias dignas, los testimonios que hombres cercanos me han obsequiado en estos días sin fe, más me pregunto, con Fito, quién dijo que todo está perdido mientras haya tantos dispuestos a ofrecer su corazón.
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El desencanto
Noviembre 5 de 2010
Claudia Cadelo, Octavo Cerco
Viene caminando por la misma acera que yo y no puede evitar saludarme. Lo comprendo. Es débil porque yo fui su fan. El ego de saber: esa Claudia me admiraba mucho y siempre me pedía por email mis cuentos. Lo que él no sabe es que al escritor que yo admiraba por su prosa atrevida en medio de la debacle “después del realismo socialista” ha muerto. Ese tipo que ahora me dice “Hola” con una sonrisa de oreja a oreja es un fantasma que por 100 dólares al mes en su móvil, una computadora nueva en su casa, una motico y una plaza que jamás quedará “disponible” en Cubasí, escribe sandeces sobre Yoani Sánchez y hasta se atreve a llamarla terrorista.
Lo miro anonadada. Pienso que si tuviese un poco de honor no me dirigiría la palabra. Me río de mi misma ¿honor? ¡Qué gran palabra para una Cuba tan devastada! Quiero decirle que lamento mucho su muerte, que le vendió su alma al diablo, que no debería saludarme, que me ignore la próxima vez que me vea y que me inspira un profundo y desagradable desprecio. Pero me da lástima.
– He leído lo que escribes ahora de Yoani. ¿Por qué te has dejado usar para eso? ¿Por qué no has escrito sobre mí? ¿Estás esperando la orden?
– No es lo mismo.
– Por supuesto que es lo mismo. Es una pena que esté apurada. Igual tú lo sabes: es lo mismo.
Ya nos alejábamos uno del otro dando pasos hacia atrás. El repetía “No es lo mismo” mientras yo muda apuraba el paso. Espero no tener que verlo nunca más.
Llegué a mi casa y volví a releer aquel primer cuento que tanto me impresionó hace unos seis años. Me volvió a gustar y sentí pena por ese hombre que enterró su pluma en el estómago putrefacto de la represión. No me cupo ninguna duda: algunas almas mueren en vida.
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Mi pedacito
Noviembre 5 de 2010
Yoani Sanchez, Generacion Y
Cinco décadas de “nosotros”, de adoctrinarnos en el comportamiento del albergue o del pelotón y sin embargo esta mañana –en el parque– un joven afirmaba: “Es que yo quiero tener mi pedacito”. Lo dijo como quien confiesa el pecado de codiciar algo lejano, de satisfacer un deseo maldito por el que podría recibir el escarnio público. Mientras hablaba de sus “ambiciones”, gesticulaba con las manos atrayendo hacia su cuerpo ensoñaciones invisibles que también nombraba: “un techo”, “un salario decente”, “permiso para viajar”.
La colectivización no ha borrado en nosotros ese anhelo humano de tener un trozo propio y el forzado igualitarismo sólo ha incentivado las ansias de diferenciarnos.
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Acuarela de un otoño habanero
Noviembre 5 de 2010
Ivan Garcia, Desde la Habana
Ahora mismo, muchos habaneros rezan para que un huracán de última hora no atraviese la ciudad. La temporada ciclónica, del 1 de junio al 30 de noviembre, en 2010 ha sido benigna con La Habana. Gracias a Dios.
La capital de todos los cubanos tiene una infraestructura de lágrimas. Del cuarto mundo. Los antiguos edificios en la parte vieja de la urbe se derrumban con aguaceros de mediana intensidad.
Casi se sostienen por milagro de la física. La falta de mantenimiento constructivo durante décadas, ha provocado que La Habana sufra más de lo debido cualquier fenómeno natural.
Avenidas y calles se desbordan por un chubasco pertinaz. Los tragantes del alcantarillado tupidos, o que no funcionan, se colapsan a los pocos minutos. El tendido eléctrico, aéreo, se descompone con ráfagas de vientos que superen los 60 kilómetros por hora.
‘Paula’, la última tormenta tropical, insignificante en cuanto a fuerza, provocó apagones de 48 horas en varios sitios de la ciudad. El litoral habanero urge de reformas a la carrera. Los vientos del norte o un mal tiempo, provocan inundaciones severas que afectan a residentes de un sector del Vedado y Centro Habana.
Para un habanero, lo peor que puede pasar en esta época es un huracán tardío. Por lo demás, es la mejor del año. No suele haber un calor agobiante. Las noches son frescas y las mañanas brillantes y pletóricas, con un sol soportable.
Cierto que los mendigos, que crecen en flecha, siguen copando y molestando a los transeúntes en las principales calles, parques y plazas de la ciudad. Y el transporte público va de mal en peor.
En otoño hay una vida cultural y deportiva más activa. Aunque los teatros son pocos y la mayoría están deteriorados y sin climatización. Al igual que los cines. De las 300 salas cinematográficas que había en La Habana de los 80, en 2010 funcionan alrededor de 40.
Desvencijados, casi todos, con las butacas rotas, las acomodadoras sin linternas y los baños sucios a más no poder. Así y todo, los cines de la ciudad se preparan a recibir un aluvión de público, cuando a inicios de diciembre se descorran las cortinas de una nueva edición del Festival de Cine Latinoamericano.
También en otoño rompe la temporada de béisbol. A no dudar, el espectáculo más grande que tiene el país. Será la número 50. Y el gobierno y la correspondiente federación deportiva pretenden que sea la de mayor calidad en medio siglo.
Lo dudo. Con una pléyade de jóvenes talentos que tomaron el camino de las Grandes Ligas y el Latinoamericano, antiguo Estadio del Cerro, en estado crítico, no auguro una campaña de altos quilates.
La pelota, como los cubanos llaman al béisbol, y el cine siguen siendo distracciones al alcance de todos. La entrada al cine y a los estadios cuesta diez centavos de dólar. Afuera, por cinco pesos (0.25 centavos de dólar) compras un paquete de palomitas de maíz… y a entretenerse se ha dicho!
Lo peor de los espectáculos donde acuden muchas personas, es el momento de tomar un ómnibus para volver a casa. Al día siguiente, cuando pasa la emoción del juego o del filme, vuelve la rutina: la falta de moneda dura y el quebradero de cabeza para comer caliente dos veces al día o la merienda para los hijos llevar a la escuela. Los cubanos ya estamos acostumbrado a esa realidad.
A pesar de los temores por un ciclón imprevisto, el deterioro evidente de la ciudad, la legión de mendigos y de un gobierno que hace 50 años a los cuatro vientos gritó que esta era “una revolución de los humildes y para los humildes”, recomiendo visitar La Habana en otoño. Es lo mejor que hay.
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Esa prensa que desestima al escritor
Noviembre 5 de 2010
Miguel Iturria Savon
Ancla Insular
En octubre, cuando la Academia Sueca le concedió el Premio Nóbel de Literatura al escritor peruano Mario Vargas Llosa, autor de La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y La fiesta del Chivo, la prensa cubana minimizó los aportes del gran novelista y sobrecargó el tintero con difamaciones extraliterarias, lo cual se debe a las criticas del autor al castrismo, cuyos voceros rompen lanzas contra quienes desacralizan a nuestra dictadura.
Hace tiempo, sin embargo, que el reportero norteamericano Joseph Pulitzer planteó que “el periodismo verdadero se asegura de no parcializarse jamás, pase lo que pase”; consejo desestimado en Cuba y en otros lugares del planeta, aunque en esta isla del Caribe la parcialidad es norma y la censura es ley, pues los medios de comunicación están en manos del gobierno y parten de simplificaciones ideológicas, idealizaciones de los aliados y demonizaciones de enemigos.
Para Pulitzer “La prensa libre debe abogar siempre por el progreso y las reformas. Nunca tolerar la injusticia ni la corrupción. Luchar contra los demagogos de todos los signos. No pertenecer a ningún partido. Oponerse a los privilegios y al pillaje público. Ofrecer su simpatía a los pobres y mantenerse siempre devota al bien”.
Advertía además, que el periodismo ha de ser ético y profesional y ofrecer las dos caras de la moneda, o sea, la versión de cada bando en conflicto, mostrada siempre en partes iguales. “Si no lo hace, entonces no es periodismo: Es solo basura, y de la peor clase, es decir, la típica basura que se vende a si misma a cualquier otro interés político o económico distintivo de la verdad real de las cosas.”
En Cuba estamos lejos de aplicar tales definiciones, aunque sabemos que en otras latitudes el consejo de Pulitzer es incluido en los códigos de ética de periódicos, revistas, páginas digitales y emisoras de radio y televisión. Los montajes y las verdades a medias cuestan caros pues los medios de comunicación parten de las fuentes noticiosas, pero invierten la pirámide y exponen las voces de las gentes sin agenda, lo cual ofrece los ángulos del problema y oxigena la atmósfera.
Es muy escasa la credibilidad de la prensa. Su diseño parte del departamento ideológico del partido único y de los intereses ministeriales, de manera que la percepción no se aproxima a la realidad si no a la imágenes de esta, incluidos el arte, la literatura y las nociones socio históricas del país.
Cuando Pedro de la Hoz, articulista cultural del diario Granma, arremetía contra Mario Vargas Llosa, no hacia más que demostrar la impunidad y la autocensura de los servidores de un régimen que desprecia la ética, la veracidad y se opone a cualquier apreciación crítica, aunque se trate de un escritor reconocido con galardones como el Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Cervantes (1994) y el Nóbel de Literatura del 2010.
Pedro Pablo Álvarez Ramos es ex-preso de conciencia de la Primavera Negra de 2003, secretario general del Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos (CUTC) y miembro del grupo gestor "Proyecto Varela".
1 Comentario para Estampas sociales de Cuba
Jose Vilasuso Rivero
noviembre 12th, 2010 at 10:29 pm
Don Enrique Martines Fajardo es en Puerto Rico una figura conocida entre ciertos sectores de exilados cubanos. Bayamés de estirpe y cubano dos veces por supuesto. Si estas lineas le pueden llegar que no se escatimen esfuerzos pues sabemos de buena tinta su calidad moral, patriotismo y vocacion de maestro, de gram maestro de cubanía y virtudes cívicas.