La hija del boticario

Su ensañamiento con los seis niños religiosos del pueblo era notorio, cuatro eran católicos y dos presbiterianos, todos tenían que marchar aparte en las paradas revolucionarias, durante un tiempo no les dio merienda en el recreo. Nívea lideraba estas cosas, pero no era la única, la reeducación de los religiosos era una tarea prioritaria y otras maestras se prestaban al juego.

La hija del boticario era una de los seis niños religiosos del pueblo. Nívea, el primer día de clases le quitó el crucifijo, luego en la dirección siguió el regaño. Esto era sólo el preludio, los castigos fueron frecuentes. Corría el mes de Enero y la niña le contó a una amiguita que los Reyes le habían traído un perro, aquello fue motivo para la burla pública, organizada en el matutino al día siguiente. Fue un año difícil para la hija del boticario, afortunadamente los otros grados con sus más y sus menos no fueron peores.

El boticario y su familia se mudaron para la Habana, dejar el pueblo atrás fue un alivio. En la ciudad las cosas eran menos extremas. La niña terminó la secundaria, el pre; en los formularios siempre hacía afirmación de su fe religiosa, pero a golpe de buenas notas, paciencia para los malos ratos y alguna que otra discusión del obispo con las autoridades, la hija del boticario se graduó de ingeniera.

Pasaron los años. Se derrumbaron con el muro de Berlín las ultimas ilusiones revolucionarias, llegaron de un golpe los apagones masivos y el hambre, se impuso la efigie de Washington en la vida diaria y un mal día a Nívea, la maestra del pueblo, le diagnosticaron un cáncer.

El mal era incurable, pero con los medicamentos adecuados la vida podía ser más llevadera. Cansada de no recibir ayuda en el policlínico del pueblo y en los hospitales de provincia Nívea fue a un hospital en la Habana. Hizo un viaje largo, en la cama de viejos camiones rusos, intuía que en la farmacia de aquel hospital especializado conseguiría las medicinas que necesitaba.